domingo, 12 de agosto de 2007

XI Festival de Cine de Lima. Lo mejor del nuevo cine latinoamericano


El crítico de cine mexicano Jorge Ayala Blanco estuvo como jurado de la crítica en el Festival. Desde México nos manda, a notable velocidad, su crónica de las películas que vio en Lima.

Sin aspavientos y seis meses antes del megalómano y mediocre (además de prescindible) Festival de Guadalajara que todavía apuesta por las rutinas de hace 30 años, se yergue anticipado, aparte de amable y dignísimo, este XI Festival de Cine de Lima, ganando la primicia de las mejores películas latinoamericanas de la temporada festivalera. Aquí venimos a dar como póstumos jurados de la crítica internacional independiente, antes de que la mafia de la asociación FIPRESCI estandarice este sector. En fin, aun si quitamos de entrada las magníficas cintas ya reseñadas en el FICCO (Hamaca paraguaya de Paz Encina) o en el Bafici (El asaltante del argentino Pablo Fendrik), aparte de las mexicanas conocidas, queda un conjunto de filmes muy valioso y disfrutable.

Sólo para abrir boca, por parte de la numerosa selección proveniente de Argentina, esa nueva potentada cultural fílmica, restan un par de onanísticos filmes seudoexperimentales (La antena de Esteban Salir reinventando el futuro TVapocalíptico como cine mudo en b/n con subtítulos gigantescos, La velocidad funda el olvido de Marcelo Schapces redimiendo la psique de un desclasificado descalcificado muchacho víctima del padre omniclasificador tan común como se oye) y varias cruciales películas-síntoma. En La punta del diablo de Marcelo Paván, un neurocirujano recién diagnosticado con cáncer huye hasta el último reducto marítimo para pasear su monólogo archiliterario, enamoriscarse de una guapa orgullosa de tener dueño y llevar hasta sus extremas consecuencias baldías ese minimalismo hiperrealista, tedioso y posantonioniano, que hoy por hoy devasta al cine pampero, ya vuelto caricatura de sí mismo e inaguantable retórica de la soledad y la incomunicación deambulatoria de hueva absoluta.

Dentro de la misma vena, en la premiadísima y célebre por shocking XXY de Lucía Puenzo una adolescente hermafrodita es analizada con mínima delicadeza y en otro recodo del mundo como atropellado problema de identidad, objeto de escarnio comunal, sujeto de respeto límite por parte de su padre, iniciadora revientaculos de un chico gay indeciso y show monstruoso por fin autoasumido pero todavía inmostrable por guácala. En El otro de Ariel Rotter, un abogado porteño (Julio Chávez soberbio) reacio a atender al padre postrado y asumir el embarazo de su pareja, se finge doctor en provincia y entabla una nueva difícil relación amorosa en pleno Tiempo de mentir (Cantet 01), hasta tener que enfrentar el inevitable retorno; ínfima fabula carismática y vivencial sobre la metafísica del yo al desnudo, sin mayor propósito. En El camino de San Diego de Carlos Sorín, seguimos ahora los pasos de un humilde fanático futbolero que carga una cruz ready made-estatua arbórea de San Diego Armando Maradona, acometiendo una road picture hacia la ciudad tan miserabilista y compasiva como las que acostumbra el sobrevalorado realizador de Historias mínimas (02) y El perro (04), siempre optimista y cretinamente sonriente. Finalmente, muy por encima de las anteriores gracias a su distancia crítica y a su enfoque de humor admirablemente autoirrisorio, Una novia errante, donde la actriz-realizadora de Ana Katz se interpreta y se burla de sí misma cual odiosa mujer abandonada por el novio en el autobús al inicio de las vacaciones playeras, para gozar rossellinianamente con el teléfono como instrumento de tortura (“No estoy”, dice invariablemente el abandonador vuelto inabordable voz de contestadora), masoquearse a gusto, intimar con un balsámico arquero gordito bastante ambiguo y vislumbrar, respaldada por la familia, una superación de la crisis, al lograr microapoteóticamente sumergirse en el mar.

De Brasil, el otro potentado del cine latinoamericano, un par de nulidades comercialeras (Caixa Dos de Bruno Barreto sobre un subteatralizado fraude financiero, Sueños y deseos de Marcelo Santiago con su enésima glosa de los mártires guerrilleros románticos ahora bailando en reclusión El pájaro de fuego de Stravinsky!!!), dos sensibles sondeos domésticos entre chantajistas rompecorazones y púdicamente líricos: El año en que mis padres se fueron de vacaciones de Cao Hamburger, sobre el encantador niñín solitario hijo de clandestinos que es dejado a su entrañable suerte en las distantes manos de un viejo judío ortodoxo al fin caluroso, y el discutido intimismo desolado de La casa de Alicia de Xico Teixeira, sobre la crueldad invisible de la familia disfuncional de una relegada y exasperante madre manicura que sólo existe para que todo el mundo la deje plantada: el ojete esposo lolitófilo, los hijos ladrón/gay reprimido/erotitubeante, la anciana confinada como venganza en el asilo, la amiga suicida e incluso el mujeriego amante negro. Y para culminar, dos fantasías obsedentes medio perversas inclasificables medio delirantes: en Cafundó del renombrado actor Paulo Betti y el exdecorador del Pixote Clovis Bueno, la ejecutoria vital del multidevocionario santón exesclavo negro sin sitio en el mundo social Joao de Camargo motiva una buena cincuentena de viñetas de época jamás realistas a veces coreográficas carnavalescas o poderosamente alucinadas, y en la soberbia Olor a caño de Heitor Dhalia campean a sus anchas el crispado desdén a cualquier compromiso nupcial (o simplemente amoroso o ligador) y la obsesión por los culos inmensos (siempre comprables para contemplarse al desnudo o restregarse) de un hipermisantrópico voyeurista tasador de objetos que se elevará a la sublimidad subversiva a lo Ferreri (Diario de un vicio 92) mediante un ojo postizo-cámara fílmica omnívora, hasta ser baleado por una reivindicadora chica drogadicta enteca y acabar arrastrándose para oler el caño hediondo, su hermano, su alter ego, en plena histeria fría, sin moralina.

De la cinematografía cubana, sin duda la más ridícula del Continente, dos oprobios oficiales de innegable falta de originalidad más bien inepta: en La edad de la peseta del hijo de funcionario fílmico Pavel Giroud, la inminente partida a Miami tras el triunfo de Castro será vivida como eterna telenovela migratoria de crecimiento, así como en Páginas del diario de Mauricio, del veteranísimo Manuel El hombre de Maisinicú Pérez, la crisis de la sesentena será cruzada por un viudo inconsolable entre infartos de amigos, misoginia de las Memorias del Subdesarrollo y despedidas desgarradoras en una frontera mexicana. Pero también los cubanos incluyeron Madrigal de Fernando Pérez una enigmática obra en clave sobre la seducción de una secreta e inteligente obesa romántica por un actor galán que acaso sólo desea quedarse su depto, y años después en 2020, dentro de la más hermética resistencia cultural-representativa contra ese pensamiento único que asola la isla bella desde hace apenas medio siglo.

De Chile, dos irritantes e inenarrables cosas amorfas, verdaderos adefesios pretendidamente edificantes: el plagiario Fiestapatria de Luis R. Vera, sobre la verborrágica y agriada reunión en finca de campo de todas las corruptas fuerzas políticas anti/pro/postpinochetistas aunadas a la inaplazable rebelión sexomoral de los jóvenes valemadristas etcétera, y El rey de San Gregorio de Alfonso Gazitúa, sobre el amor loco imposible de dos minusválidos sojuzgados por sus castrantes madres sobreprotectoras pero pronto derrotadas por una escenificación tarada de El Mago de Oz y una fuga con suspenso en molto obligato y relamido final feliz.

En cambio, del incipiente cine ecuatoriano, quién lo dijera, dos filmes de inesperada y distendida originalidad, concebidos por mujeres y sobre mujeres: Qué tan lejos de Tania Hermida, especie de road picture femenina binacional hispano-ecuatoriana con su rencor vivo, más su confrontación de mentalidades a lo Y tú chingado papá también (“Fresco, fresco, cachá este man”) demasiado ejemplarizante al filo del precipicio demagógico de Sin dejar huella (Novaro 01) pero sin caer en picada, y Esas no son penas de Anahí Hoenensin y Daniel Andrade, sobre las dificultades para reunirse luego de tres lustros de unas amigas treintonas, jamás Esposas Desesperadas, con sus vidas moderadamente deshechas, para conformar una tipología femenina típica sudamericana (la adúltera falofrenética, la frívola reventada a perpetuidad adolescente, la viudita alegre, la embarazada jodida, la cancerosa melancólica), sin mayor pathos, en el perpetuo anticlímax de una laxa estructura abierta.

Del Perú y Bolivia, reflejándose, Una sombra al frente de Augusto Tamayo y Los Andes no creen en Dios del septuagenario Antonio Chuquiago Eguino, dos dispendiosos novelones históricos ilustrados cuyo esquematismo y acartonamientos dramáticos hubiesen sido anacrónicos hace ya 70 años. Más interesantes aunque fallidísimos, el desopilante Soñar no cuesta nada del colombiano Rodrigo Triana, donde los soldaditos pasmados disfrutaban efímeramente de una narcofortuna hallada en la selva; el esperpento deliberado Condominio del limeño Jorge Carmona, que al menos sentía solidaridad por el novio sidoso muriéndose al otro lado de la cama y tenía la provocadora valentía gratuita de profanar acremente la bandera peruana. Del emergente Uruguay, El baño del Papa de César Charlone y Enrique Fernández, en torno al infeliz contrabandista marginal que hizo lo indecible para construir un dizque lujoso mingitorio público para lucrar con la visita multitudinaria de Juan Pablo II a la frontera con Brasil, sólo para quedarse peor que los lugareños de Bienvenido Mr. Marshall (Berlanga 52), entre la ilusión y la desesperanza, entre el miserabilismo y la fábula sin moraleja (“Tengo otra idea”, como irredenta frase conclusiva del héroe semilisiado).

Aunque hubo justos segundos premios para Una novia errante y Hamaca paraguaya, tanto los principales premios oficiales como los de la crítica fueron acaparados por la Luz silenciosa del mexicano Carlos Reygadas, filmando a una altura poética inalcanzable por el resto de los participantes.

Jorge Ayala Blanco

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Ayala Blanco dice que la Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica es una mafia. Qué razones tiene para decir eso?

John Campos-Gómez dijo...

Completa, ilustrativa y entretenida crónica sobre el festival. Faltan críticos como Ayala Blanco en nuestro medio, quien nos esboza una irónica sonrisa con sus infortunadas experiencias cinéfilas. En cambio en nuestro medio se hace bilis con los bodrios y filmes erráticos. Ayala Blanco le pone buena cara al mal tiempo.

Anónimo dijo...

Al parecer Ricardo Bedoya no forma parte de la FIPRESCI, tal vez hasta este suscribiendo el comentario de Ayala sobre la existencia de una critica "independiente" y otra "mafiosa".

Seria interesante que ahonden en ese tema.

Anónimo dijo...

Ayala parece el papa de Angulo chumacero.

Anónimo dijo...

Respuesta a anónimo sobre Fipresci. No puedo opinar sobre Fipresci porque no conozco la verdadera labor de esa institución, ni me ha interesado conocer sus funciones o alcance. Conozco los premios, claro, y siempre trato de ver el nombre de los críticos internacionales que los otorgan: nunca encuentro a los que leo y admiro, a los que sigo y me interesan por su opinión y fundamentación.

En lo personal, no pienso afiliarme a ninguna institución de periodistas cinematográficos o críticos de cine. Para mi la crítica es la actividad más solitaria e individualista. El crítico sólo tiene su opinión y se representa a si mismo. No lo veo como gestor de intereses de otros ni representado por directivas. Tal vez me equivoque, pero esa es mi opinión sobre las asociaciones de ese tipo.
A pesar de esa posición, no me negaría a colaborar, desde afuera, en actividades que me parezcan interesantes.