miércoles, 19 de diciembre de 2007

Crónica del II Festival Ruta de la Seda


Nuestro colaborador mexicano, Jorge Ayala Blanco, nos manda esta crónica turca que habla del cine que nunca veremos por aquí.

BURSA, Turquía.- Al noroeste de la península de Anatolia, en esta casi onírica antigua capital del Imperio Otomano hasta el siglo XIV y aún hoy rica en textiles, se ha celebrado un discreto pero opulento y bien seleccionado Segundo Festival Internacional de Cine Ruta de la Seda, con regional originalidad balcánico-asiática, entre inextricables redes de calles laberínticas, fortalezas milenarias, arqueología de períodos neolítico-bitiniano-misios, museos de arte romano-bizantino-islámico-otomano, ascéticas tumbas de crueles emperadores ebrios de conquista, recuerdo prohibido de genocidios, íconos ubicuos del ambiguo fundador de la república turca Atatürk, sembradío de minaretes, mezquitas con rezos en altavoces 5 veces al día, mercados omnipresentes, danzas derviches, embriagador roc humeante, baños turcos, teatro de títeres en silueta flamígera, omnipresencia de relatos fabulosos, apabullante orgullo nacionalista, extensa gama de posturas políticas y demás. Valga la enumerativa evocación de fantasías sensoriales y caracteres contrastantes como sabia memoria-homenaje al filósofo medieval Yunus Emre (“Llega a ser lo que eres quienquiera que seas”) en una endemoniada lengua donde no existen el género en las palabras ni tiempos verbales. Antes de nuestra rápida crónica estrictamente fílmica, en tres movimientos y una premiación.

Competencia con brío.
En la intemporal fábula religioso-pictórica Sankara (Sri Lanka), de Prasanna Jayakody, un joven monje budista restaurador de templos sufre a modo de castigo y venganza de lo real los trastornantes roces callados con una bella campesina que lo hacen rayar dos noches de tormenta las alegorías murales que restaura de día y sin quererlo revive; semifantasía visual, estatismo hipnótico y un exquisito pulimento místico-pagano. En la fábula moderna Mi madre, mi hermano y yo (Armenia-Alemania), del exitoso dramaturgo germano-armenio Nuran David Calis, una dominante pero diabética viuda armenia que tercamente se negaba a arraigar en el extranjero es llevada a enterrar por sus dos asimilados hijos en espera de la nacionalidad alemana (el aspirante a cineasta, el niño vivaz) hasta el suelo natal, para hallar cerca de su tumba un sísmico tesoro simbólico; cámaras aéreas barriendo el llano caucásico, impulsiva sencillez de personajes complejos y un ridículo simulacro de ceremonia de oscares para impresionar a la madre impasible. En El parque (China), de Lichuan Yin, un optimista jubilado foráneo ronda por el parque-ghetto de los ancianos, jornada tras jornada, a la usanza neotradicional, en busca del perfecto marido que su autónoma y lánguida hija publicista es (según él) incapaz de conseguir, fracasando en cada intento y sólo descubriendo su propia decadencia depresiva; conmovedora sobriedad serena a base de abiertos planos únicos y una evolutiva relación padre-hija mutable hasta lo patético y el irremediable intercambio de figura protectora. En Tren completo (Alemania-Polonia), del debutante Florian Gaag, un talentoso graffitero fichado reincide con otros amigos artistas en la compulsiva práctica de la decoración compulsiva de trenes, enfrentándose con la policía y con otra pandilla competidora, hasta la muerte trágica de uno de los estilistas con spray, la diáspora momentánea, la tentativa de normalización, la culminante asimilación a los rivales y el nocturno adorno de un tren completo, cual apoteótica oración fúnebre; desenfado provocador y juvenil ritmo videoclipero en la inmersión vigorosa en el arrinconado mundo aparte de los graffiteros reprimidos como criminales por el estado policiaco germano, una delirante reivindicación del graffiti como heroica y grandiosa forma de un nuevo arte urbano aún mal valorado.

En la crónica íntima poscomunista Como festejé el fin del mundo (Rumania-Francia), del formidable debutante Catalin Mitulescu (con apoyo de la mancuerna diabólica Scorsese-Wenders), una silenciosa muchacha es enviada a la correccional por el involuntario derribo de una estatua de Ceausescu y allí conocerá a un chavo con quien intentará cruzar en vano a Yugoslavia a través del Danubio semicongelado, mientras su hermanito planea un atentado contra el dictador prócer cuya caída será pronto TVcelebrada; miseria y pudrición del socialismo real rumano, elogio a la resistencia ética y la revuelta pasiva ante la sorda cobardía dominante. En la desatada fantasía histriónica Estúpido conejo gordo (Rusia), del actor-realizador primerizo Slava Ross, un desglamourizado actor de teatro infantil condenado a interpretar un conejo torpe a perpetuidad a vive atónito un cambio de suerte que lo eleva shakespearianamente y degrada aún más su ya patética vida amorosa; incontenible y erizante como el vuelo suicida desde un techo para caer sobre un camión de huevos, alucinado homenaje al humilde y tristemente necesario oficio de actor fraternal rimando con fracasado. En el melodrama miserabilista Padre nuestro (EU-México), del keniano Christopher Zalla, un muertodehambre chavo inmigrante clandestino mexicano vuelto alevoso usurpador de personalidad (Armando Hernández) persigue como padre a un hosco lavaplatos a quien creía dueño de restaurantes (Jesús Ochoa), conquistando su afecto (y sus billetes emparedados) gracias a ojetes desplantes machistas, pero provocando la desgraciada captura del viejo; sobreactuaciones rutilantes para la eclosión de los buenos sentimientos en pleno Nueva York ascendido a Puebla York, ambiente lúgubre y tremebundo en un folletón a lo bestia, familiarista y retrógrada. En la épica antibelicista Los vivos y los muertos (Yugoslavia-Croacia), de Kristijan Milic, el sádico comandante de un diezmado destacamento del ejército croata captura y ejecuta en 1993 a un grupo de soldados bosnios, exactamente en el mismo lugar donde ocurrió en 1943 una resurrecta masacre de combatientes islámicos por los nazi-croatas llamados ustashas; denso y sordo dramón de soldados perdidos, forzado e inoportuno paralelismo entre evitables exterminios históricos para motivar una simbólica fealdad herrumbrosa de acciones bélicas y su sospechoso regodeo ladrante.

Allegro bárbaro.
Hubo funciones especiales dignas de mención. En la aventura vivencial Dulce cieno (Israel), de Tatli Çamur, un joven vulnerado rompe a mediados de los 70s con la fatalidad de su padre suicida y su madre dolorosamente trastornada, logrando escapar al cotidiano infierno cerrado de las fascistoides e intocables granjas colectivas llamadas kibbutz ya en decadencia patriotera y linchadora moral; política y personal crónica desidealizadora, sensible recuento libertario inesperadamente rabioso. En la fábula reconciliadora Días y horas (Bosnia Herzegovina), de Pier Zalica, un sobrino arreglatodo deviene plomero de almas para reactivar la vida de dos tíos ancianos deshechos por la guerra. En el retrato entrañable Unni, la vida es algo entre amigos (India), de Murali Nair, un presionado niño de casta superior descubre durante un ciclo escolar el irrenunciable placer de la compañía de condiscípulos pertenecientes a castas inferiores; ascética y ejemplar ausencia de construcción dramática a todos niveles, registro secreto de la tragedia contigua y los polvos para la urticaria instantánea del maestro buenaonda.

Rondó alla turca.
Pero en el centro de todo estuvo la desafiante vitalidad actual del cine turco, acaso rumbo a una nueva época de oro, luego de casi desaparecer tras los 3 golpes de estado padecidos por Turquía en la segunda mitad del siglo pasado, y pese a la nefasta hegemonía fílmica trasnacional de hoy. En la sátira carcelaria Los prisioneros de Bayrampasa, de Haidi Alkan, un inocente sufre todo tipo de abusos e injusticias por parte de a autoridades hasta que una década después sufra su baldía liberación por falta de pruebas; comedia amarga escrita e interpretada por auténticos presos en su propia cárcel, siempre al borde de la fantasía musical pero resistiéndose a ella estoicamente, comicidad punzante para motivar una risa crítica y fresca, brutalmente antiatoritaria e inesperadamente saludable, incluso cordial y rugosamente sapiente, sin populismo alguno. En el delirio romántico Viajeros en tiempo equivocado, de Aren Perdeci, un donoso odioso escritor treintón en terca lucha contra la esterilidad creadora sueña visiones prefeudianas, revive al amor imposible de su infancia y un fallido romance de juventud, mientras relega su tórrida relación con una sensual mecanógrafa liberadita; autopatetismo insufrible en donde todos quieren ser escritores o girar en la órbita de alguno de ellos con nocturnos de Chopin y danzas húngaras de Dvorak, anacronizante e incontinente encomio a la figura del artista narciso. En la comedia bufonesca rural Janjan, de Aydin Sayman, una bella muchacha casada con un rico septuagenario engendra un bebé con el idiota del pueblo y debe fugarse con él (y esfumarse) al interior de una mina, para obtener el socarrón perdón comunal; farsa tan burda cuan excelsa, dialéctica repudio-aceptación que cuenta con participación colectiva y una solidaridad manifiesta en echarpes colgando anónimamente en el umbral del escape. En el panfleto sociológico novelado Refugiado, de Reis Çelik, un sumiso exiliado turco incapaz de probar su persecución local huye del hipócrita campo para refugiados, se torna señor de las burlas en el carnaval de Colonia y cede a la inaplazable tentación autodestructiva.

Premiacion.
Para nuestra exclusiva sorpresa, creyendo que el inenarrable chantaje sentimental de Padre nuestro y los guiñolazos de Ochoa y Hernández correspondían a un ¡valiente cine realista! les fueron otorgados con gran solemnidad kitsch los premios a la mejor película y mejor actuación masculina (compartida en la ignominia), por encima de las magnas cintas del festival: El parque, Como festejé el fin del mundo y Sankara, quienes tuvieron que conformarse con la mejor dirección, la mejor actuación femenina y una modesta mención, respectivamente.


Jorge Ayala Blanco

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