viernes, 15 de octubre de 2010

Grizzly Man, de Werner Herzog


“Grizzly Man” presenta la historia de Timothy Treadwell, un hombre que decidió separarse de la civilización para compartir su espacio vital con fieros osos. La película se construye a partir de filmaciones, testimonios, documentos, muchas horas de registros audiovisuales acerca de un personaje que respondió a la pregunta del cómo vivir separándose de sus semejantes para intentar una convivencia armónica con bestias que él acogió como prójimos.

Werner Herzog registra esta extraña visión utópica con escepticismo. El cineasta, convertido en narrador de la cinta, repite que la armonía imaginaria buscada por Treadwell en su Arcadia animal no casa con su convicción personal de que el mundo está hecho de locura, desorden y caos. Como lo dejó en claro en cintas como “También los enanos empezaron pequeños” o “El enigma de Kaspar Hauser”, la mirada de Herzog descarta el orden como principio motor de la vida o como su resultado final. Para él, la naturaleza es hechura de un demiurgo caprichoso que creó un universo mostrenco poblado de seres humanos inacabados, a medio hacer, incompletos. Seres que pasan la vida tratando de compensar su destino a fuerza de desafíos, lanzando retos, pulsando con la naturaleza como para demostrarle que, a pesar de su menoscabo original, pueden ser mejores que ella. Vanos intentos.

El destino final de Treadwell, devorado por un oso, parece darle la razón a Herzog, demostrando que el hombre es incapaz de triunfar en su utopía privada y que el desorden natural, tarde o temprano, toma revancha contra él.

En una escena central de la película, Herzog recibe las cintas de audio que registran los últimos momentos de Treadwell, antes de ser atacado y destrozado por el oso. Cintas que registran los gritos y la desesperación de dos víctimas, ya que Treadwell fue muerto junto con una amiga. Los documentos sonoros son pruebas irrefutables de las tesis de Herzog sobre el caos triunfante sobre cualquier proyecto de orden. En otra película, esas cintas se hubieran convertido en pico dramático y llamado sensacional, en una versión verista de la fraudulenta "Holocausto caníbal".
Herzog se niega a incluirlas y le aconseja a la propietaria destruirlas de inmediato. La escena, gracias al oficio y al olfato del cineasta, se convierte en un “momento fuerte” de la cinta, tal vez a causa de la frustración que provoca en la expectante morbidez del espectador. Los gritos mortales de un hombre, descubriendo la violencia donde imaginó encontrar armonía, no agrega nada a un universo ya bastante contaminado por la mugre mediática. El rechazo de las cintas de audio plantea una respuesta a la pregunta ética central del oficio del cineasta: ¿qué mostrar o qué dejar escuchar?

Ricardo Bedoya

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