viernes, 10 de agosto de 2012

Festival de cine de Lima: notas sobre Raúl Ruiz

Misterios de Lisboa
El chileno Raúl Ruiz (1941-2011), es uno de los cineastas más importantes, inclasificables, prolíficos y apasionantes del cine contemporáneo.


Su filmografía es inmensa, intrincada, plagada de cintas de diferentes formatos, duraciones, orígenes, formas de producción, destinos de exhibición y filmadas en países diversos, con actores célebres o desconocidos. Algunas de sus películas permaneces inacabadas; otras se perdieron y fueron recuperadas y restauradas, como el corto “La maleta”; algunas son muy difíciles de ver. Desde el inicio de su carrera, en el Chile de los años sesenta, se puso de espaldas a las modas y las tendencias dominantes del cine de la época. Se las agenció para dinamitar desde el interior las convenciones de la representación verista o naturalista, la que pretende copiar la realidad, para potenciar las derivas del relato, orientado hacia el exceso, el absurdo, el surrealismo y el registro del lenguaje oral en su ininteligible coloquialismo. Pulverizó el costumbrismo y el color local en filmes como “La maleta”, "Tres tristes tigres" o "Palomita blanca".

Luego del golpe de estado del 11 de setiembre de 1973, fue un chileno del exilio, francés por elección y cosmopolita por vocación.

En "Diálogos de exiliados", filmada en el París de los refugiados políticos latinoamericanos, mostró su carácter polémico y su espíritu opuesto a cualquier dogmatismo de puño alzado y lema inflamado, encontrando el humor y el sinsentido en las situaciones a veces desesperadas ocasionadas por el exilio.

Luego, en cintas como "La hipótesis del cuadro robado", "La vocación suspendida", "Las tres coronas del marinero", entre otras, mostró su gusto por la experimentación fílmica, los relatos exuberantes, las proyecciones traseras, las pantallas fantasmáticas, las sombras chinescas, las falsas perspectivas, los retablos y maquetas, las tramoyas expuestas, los objetos de volúmenes, tamaños y escalas diversas y falseadas al interior del mismo encuadre, los contrastes entre lo mostrado en la banda de imágenes y las sugerencias fantasmagóricas ofrecidas por una banda de sonido saturada de ruidos de origen incierto, voces fantasmales, murmullos, música intrigante que parece de thriller y que, de pronto, gira a lo sinfónico. La sonorización de la versión restaurada de “La maleta” es un buen ejemplo de ese tratamiento sonoro tan peculiar.

Predilección también por los sentidos oblicuos y fascinación por los artilugios elementales de la ilusión fílmica, aquellos que inventó Méliès y perfeccionaron los técnicos en óptica cinematográfica, como el llamado “mesmerizer”, que alarga los espacios y las formas hasta distorsionarlas, creando la impresión de estar instalados en un espacio hechizado o hipnótico, ubicado en otra dimensión, de puro onirismo. Los lentes y los mecanismos deformantes de la imagen están presentes en su cine para facilitar las posibilidades de la alteración visual y los usos de la profundidad del campo, teniendo como inspiración al Welles expresionista de “Sombras del mal”, y yendo mucho más aún en su apelación a lo fantástico y lo imaginario.

Y es que Ruiz siempre rehuyó el realismo y sus servidumbres. Por eso, no tuvo reparo en fusionar historias de tradiciones diversas, apelar a la literatura clásica para desmontarla o darle un giro particular (“El tiempo recobrado”, basada en Proust), echar mano del folletín, la radionovela, los pastiches, las figuras del kitsch, las historias de piratas, los relatos de marineros y las historias de prostitutas, las leyendas portuarias, el melodrama decimonónico, la cultura popular chilena y latinoamericana, el documental científico, las letras del cancionero popular, viejas leyendas regionales y del campo chileno, el cine mexicano, las mitologías urbanas, cuentos de aparecidos, el bolero, la cultura del Imperio Austro Húngaro, los recursos y convenciones de los géneros fílmicos, las enseñanzas de la serie B y la física cuántica, sobre la que se documentaba en sus últimos años, según lo cuenta Valeria Sarmiento.


Misterios de Lisboa
Y por eso en su cine visitamos casas encantadas, escenografías góticas y medievales o asistimos a la resurrección de los muertos. Se nos cuentan historias que se prolongan hasta la desmesura en una multiplicación de incidentes que tienden al delirio a pesar de la frialdad cerebral del tratamiento. Ruiz desmonta lo que parecen situaciones normales y cotidianas para ir revelando lo que tienen de improbables, absurdas o regidas por el caprichoso azar.

Sus películas son laberintos e inmensos simulacros. De ahí, la abundancia de espejos repartidos en el fondo o en los costados del encuadre, de trampantojos, de encuadres aberrantes, de pantallas divididas, de “tableaux vivants”, de disolvencias y sobreimpresiones, esas “figuras de la ausencia y la presencia”.

Son el marco artificial para historias que se bifurcan y se desdoblan, plagadas de digresiones. Ellas son el producto de maquinaciones fantásticas de sus personajes o de estados de estados de transición entre la vigilia y la alucinación. “Misterios de Lisboa”, su obra maestra, da cuenta de esa capacidad para ir abriendo el relato hacia historias cada vez más improbables, en las que la simulación y el disfraz son hechos naturales del gran teatro del mundo. “Misterios de Lisboa” ubica a Ruiz entre los cineastas que han reflexionado mejor sobre las relaciones entre la vida y el espectáculo, la realidad y el teatro, la identidad como construcción permanente. Ruiz al lado de Minnelli, Cukor y Renoir.

Pero no se crea que la puesta en escena de Ruiz se agita, se altera o embrolla en todo este laberinto de apariencias. Para nada. Ruiz controla cada movimiento de su cámara y se acerca a la enmarañada realidad con una mirada de impávida sorpresa o curiosidad. Como si compartiera el descubrimiento del delirio con nosotros, los espectadores.

Ricardo Bedoya

1 comentario:

Anónimo dijo...

Sr. Bedoya, ¿va a hacer su balance final del Festival de Cine de Lima? Muchas Gracias. Saludos.